domingo, 22 de noviembre de 2015

Layla es gilipollas

Siento posponer la segunda parte de la entrevista pero otras temáticas urgen con más apremio. Como Layla. Y su absurdo atractivo.

Ayer la vi, por primera vez. Tras haber estado pasando desde mi llegada, tras que todas las esperanzas estuvieran a punto de convertirse en nada, tras hacer de tripas corazón, ayer la vi, por primera vez.
El viernes hubo un amago de cita. Me lo propuso ella (hecho que le parecía poco menos que una afrenta); le di largas. Tal y como se había portado, teniéndome abandonado desde hacía casi una semana, debía devolvérsela.
Ayer, sábado, intuyendo que su ego vencería a su libido y esto se convertiría en un toma y daca, opté por adelantarme intentando sonsacarle qué planes tenía. Me contestó que estudiaría en la biblioteca hasta que la echaran.
Al acercarse la hora, o ya llegada más bien, me preguntó, solícita y altiva, que qué iba a hacer. Desde luego cualquier cosa menos ponérselo fácil... Estuve jugueteando con ella durante unos veinte minutos. Me dijo que me dejase de tonterías y no tardase, que me esperaba en la parada Ciudatella (21:25 h). Me fui a afeitarme, a mirarme hasta la saciedad en el espejo, a valorar que mi ropa era la adecuada, y entonces, solo entonces, a ir, tranquilamente...
A las 22:23 h., mi metro llegaba a Ciudatella/Vila Olímpica. Allí estaba, con sus apuntes abiertos, estudiando disimulada, con un jersey blanco y su melena castaña que caía en dirección al cuaderno. La vi a través de las ventanas del vagón. Se bajaron los demás pasajeros. Yo caminé pausado hacia ella, y me coloqué delante. Alzó la mirada al sentir que tenía alguien tan cerca. Me vio. Sonrió y quedó quieta. Le tomé la cara y le di dos besos. Era más fea de lo que imaginaba. Una nariz aguileña, cuya vertiginosa curva pasaba desapercibida en fotos por su perspectiva frontal, era quizás el cambio más señero. Para bien, un escote algo pronunciado evidenciaba que en la tasación de sus tetas las fotografías también habían sido inexactas. Con respecto a su culo anduve algo dubitativo hasta más adelante, ya que su reticencia al describirlo en nuestras conversaciones por whatsapps (nuestras temáticas, como advierten, eran de lo más variadas) me tenía en ascuas. Tras sopesarlo fríamente acordé que era un culo aceptable. Un culito. Era pequeño pero nada desdeñable, como atestiguarían mis manos hacia el final de nuestra velada.
Estuvimos dando vueltas por Barcelona sin más aliciente que el de la compañía del otro, porque digamos someramente que el clima no acompañaba.
Hasta que, hartos de hablar, decidimos descender al metro y cada cual a su casa. Fueron varios los momentos en que se puso a huevo el beso pero, inesperadamente, cuando acordé, ella me estaba dejando en mi parada. Me negué y dije que yo la acompañaba a la suya, en la misma estación. Así, nos fuimos encaminando, prorrogando el instante, hasta que ella, más ducha en los escondrijos de la ciudad, supongo que con toda la intención, me dijo de bajar en el ascensor. Seguí sus pasos. Marcó el botón. Se cerraron las compuertas y ella se colocó alejada. <<Ven aquí>>, dije nada más comenzar a bajar. Y sonriendo, sin tiempo intermedio, se acercó. Se pegaron nuestros labios. Dirigí mis manos a sus caderas, descendiendo hacia su culo. Ella rodeó con sus brazos mi cuello. Sin parar. Intentando frotarse con mi polla (esta reiterada acción me hizo ver que sus ganas eran infinitamente superiores a las mías pero que la moral pacata seguía pesando aún hoy como para que de no haberme tirado yo al charco nos hubiésemos despedido con un mero hasta luego). La puerta se abrió. Un treinteañero, bajito y medio calvo, con una vieja -su madre, supongo-, sonreía al ver, ciertamente incómodo, la representación del tópico en el ascensor. Bajamos. Le pellizqué el culo al hacerlo, casi metiéndole el dedo. <<¿Qué haces?>>. <<Lo que me dejas...>>. Con el rabo en pleno desatino marcando el pantalón, buscaba aturdido un sitio donde poder recluirnos para seguir besándonos. Total, ya puestos... No obstante, se me adelantó, sentándose en un banco. Totalmente pegados. 5:36 minutos faltaban para que el metro arribara, señaló el marcador. Estábamos perdiendo el tiempo. Me acerqué para besarla. <<Aquí no>>. <<¿Por qué no?>>. <<Porque hay mucha gente>>. Me conformé con morderle el dedo con el que se rozaba la cara. Me quité el abrigo para taparme la erección que forcejeaba con la textura rígida del vaquero. No sabía adónde mirar, solo pensaba en seguir besándola. Ella parecía cómoda. Yo, a falta de pan, comencé a pellizcarle el culo. <<¿Qué haces?>>. <<¡Lo que quiera!>>.
El metro no tardaría en llegar. Se levantó. Intuyendo que el frenesí besucón había concluido al salir del ascensor, permanecí sentado. Ella se quedó parada. <<¿No me despides?>>. Me incorporé y le di dos últimos morreos. Se alejó corriendo y sin mirar atrás. Yo, consciente de que mi polla estaba expuesta a cualquiera que reparase en mi persona, intenté ocultarla tras el abrigo. Y así me fui a mi parada. Y así acabó el día.

Hoy no he tenido noticias de ella. Mi propuesta de volver a quedar fue revocada por la justificada respuesta de <<He quedado con mi padre y luego para estudiar>>; los intentos de conversación, aplacados con monosílabos. Acabo de preguntarle si le pasa algo y, tras una hora, me contesta sorprendida que no.
Y a mí, a estas alturas, me surge un interrogante: Viendo cómo se rozaba ayer, cómo acabó la cosa -propicia para continuarse-, cómo podíamos haber pasado la tarde follando sobre la cama en la que he estado todo el día solo, ¿a qué coño se debía la espantada? ¿Hice yo algo mal, o es que las tías simplemente eran gilipollas?

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