jueves, 26 de noviembre de 2015

Las niñas te lo quitarán

Había una vez un niño tímido y sonrojadizo, un niño que solo se quería enamorar. Los demás niñitos le comentaban que estaba loco, que esas cosas acababan por hacer daño, se lo habían dicho sus papás.
En el barrio en que vivía el niñito, solo había niños, pero los sábados de mercado, había visto pasear junto a los puestos a una niñita con su abuelo. <<¿De dónde será esa niña?>> se preguntaba. Un día, cuando su hermano mayor hablaba con sus amigos, quiso averiguarlo. <<Aquí no hay niñas, viven en otra ciudad>> le contestó su hermano. <<Olvídate de ellas>> le aconsejó uno de los amigos con los que hablaba.
Pero él no se podía olvidar, pasaba las noches y los días pensando en la niñita, en su cara redonda, en sus paletitas.
A la semana siguiente, volvió a verla, de la mano de su abuelo, tocándose con su mano libre el pelo canela mientras miraba a todas partes curiosa, inquisitiva.
<<Papá, ¿por qué en esta ciudad no hay niñas?>> le preguntó un día cuando los dos estaban sentados en el sofá. Su padre, se levantó y se colocó frente a él. Tomándole su mano, su pequeña manecita, se la llevó a su pecho de niño, a su corazón. <<¿Lo sientes?>>. <<Sí>> contestó el niño. <<Pues las niñas te lo quitarán>>. Él no supo muy bien qué era a lo que su papá se refería, pero seguía queriendo ver a la niña.
Cuando su papá lo acostaba y lo arropaba bajo las sábanas, dándole las buenas noches y él quedaba allí calentito, se ponía su pequeña mano en el corazón pensando en lo que le había dicho su papá, y así se dormía.
Las semanas pasaban y cada día de mercado se asomaba a su ventana, viendo a la niña con su abuelito. Se ponía la mano en el corazón y se dio cuenta de que al verla se le aceleraba, iba más rápido.
Hasta que un día decidió marcharse. Cogió de debajo de la cama su pequeña maleta y dobló su ropita dentro. La tomó y cerró suavemente la puerta para que nadie se enterase. Salió despacio pero decidido. La encontraría.
Preguntó por la calle y una anciana muy simpática le dijo que para ir a la ciudad en que vivían las chicas debía de coger un autobús. Se fue a la parada y allí esperó hasta que llegara su transporte, sentado, balanceando al aire sus piernecitas que colgaban del asiento, ilusionado. <<Voy a verla. Voy a conocer el AMOR>> se decía mientras se sonrojaban sus mofletes.
Llegado el autobús, dio un brinco del asiento, tomó su maletita y se subió. Todos miraban a aquel pequeño, incluido el chófer, que con media sonrisa le preguntó dónde iba. <<A la ciudad de las chicas>> contestó el niño resuelto. <<Ah, bien>> repuso el chófer. Le dijo el precio y el niño abrió su pequeña manecita que agarraba las monedas sobre la mano grande del chófer, dejándolas caer. Avanzó por el pasillo y se sentó en un sitio, poniendo su maletita en el asiento de al lado.
Miraba cómo pasaba la ciudad a través de las ventanas, no atendiendo al paisaje que transcurría, solo sentía su corazón golpear cada vez más fuerte sobre su pechito, notando una nueva cosa en la barriga. Era como aire, era como algo que lo levantaba, que lo llevaba.
El niño se bajó del autobús sin saber por dónde iba a empezar a buscar, y justo en ese momento, para su sorpresa, de una tienda, salió el abuelo de la niña. Decidió seguirlo, con sus pasitos cortos, mientras el viejo caminaba lento por su chivata. Anduvieron hasta que el abuelo se metió en una casa. El niño decidió esperar escondido tras la casa vecina. Y de repente, de la nada, apareció ella. Venía con otras niñas. El niño se quedó ojiplático mirándolas a todas. Se despidieron unas de otras y ella llamó al timbre. El niño, con sus piernecitas, salió corriendo a buscarla intentando llegar antes de que le abrieran la puerta. <<Espera>> gritó, forcejeando como podía con su maleta a rastras. No llegó a tiempo.
Dejó su maletita apoyada contra la acera y miró la puerta. Quedó pensando qué hacer. Tenía que llamar. Y lo hizo.
Estaba nervioso. Se secaba su boca, y el corazón, ahora más que nunca, retumbaba contra su grácil pecho. Abrieron la puerta. Era ella. La miró sonriente, era guapísima, no podía creerlo, la tenía delante, era ya un sueño hecho realidad. Continuaba mirándola, pero entonces se dio cuenta de que ella no hacía nada, lo miraba con indiferencia. <<Ho-hola>> dijo el niñito, saliéndole la voz entrecortada. La llamaron desde dentro y ella, sin pensarlo, le cerró la puerta en la cara.
El niño quedó mirando al suelo, al pie de la puerta, notando cómo un gran peso le caía encima, el peso de casi toda una vida, demasiado para su pequeño cuerpo. Decidió sentarse en la acera, viendo la tarde pasar. Esperando.
Horas más tarde, su amada volvió a salir, iba con su abuelo, de paseo. Él la miró, dañado, pero de nuevo con ilusión. Y volvió a decirle hola. No hubo respuesta. <<¿Quién es?>>, le preguntó el abuelo a la niñita mientras se alejaban, y esta, en una frase lapidaria que el niñito oyó, dijo <<No sé. Un niño raro>>. El niño quedó solo, viendo cómo se alejaba para siempre por la calle. Pareció que iba a llorar, torciéndose su expresión, no obstante, se levantó, cogiendo su maletita y, con sus pequeños pasos, volvió a casa.
Al llegar todos le preguntaban que dónde había estado, pero él nunca dijo nada. Y así siguió su vida.

Una noche, su papá lo acostó y lo arropó, deseándole las buenas noches, dándole un beso. Tras salir, apagó la luz y cerró la puerta, quedando el niño mirando el techo oscuro. Sacó su manita de debajo de las sábanas y, recordando lo que un día le dijo su papá, se la llevó al corazón...
Y entonces lloró.


miércoles, 25 de noviembre de 2015

La verdad sobre Layla

Acabó antes de empezar. A mi pesar. No sé cómo, intuyo el por qué. Yo fui un gilipollas que me centré demasiado en mí mismo, en mi salto, dejando de lado lo que de verdad importaba, la fuerza que me impulsaba: Ella.
Hoy me ha dicho que se acabó; aunque se acabó antes; se acabó con ese cúmulo de <<No me apetece>> y <<No estoy de humor>>, con niñerías de un niñato incapaz de afrontar una relación. Yo la desesperaba, y le decía TE QUIERO. Ella se enfadaba diciéndome que no sabía lo que significaba eso. Nunca me creyó.
No hubo vez que lo dijera sin sentirlo. No hubo vez que lo declarara sin sonreír imaginando como al otro lado del teléfono estaría ella tomándome demasiado en serio, con esa carita redonda y lisa, con esos dientecillos asomando tras esa boca que en ese momento hubiera matado por besar. Porque fue distinta a todas. Porque, pese a la distancia, fue real. Un continuo enfado. Una perpetua reconciliación. Porque adoraba discutir con ella, porque era consciente de que no nos podríamos pelear. La insultaba y acto seguido le decía <<Quiero follarte>>, contestando ella <<Y yo a ti>>, bifurcando el cabreo hacia una eclosión sexual. Qué más daba el tema, eran solo palabras. Ella y yo; sobraba lo demás.
No sé cuántas veces pude pedirle matrimonio. Es una de las cosas que echaré en falta. Pequeños detalles le iba comentando cada vez que se me ocurrían. Quiénes serían los padrinos, dónde podríamos celebrarlo. El postre acordamos que sería una tarta de merengue, pero yo a ella, como sorpresa, le pasaría a escondidas un crêpe de esos a los que era adicta.
En cuanto al viaje de novios, le dije que no importaba el sitio, porque no la dejaría salir de la habitación.
Me enamoraba comentarle estos detalles a sabiendas de que nunca tendrían lugar. Imaginarlo era una forma de vivirlo.

Desde el primer momento, desde aquel correo que me notificó su respuesta en una web de viajes, supe que era una de ellas. Una de esas mujeres que, contadas con los dedos de una mano, te pasan factura. Una de esas que recordarás toda tu vida. Vivimos poco juntos, y qué. Sé que no la olvidaré jamás, porque me hizo soñar. Llegó a mi vida en un momento totalmente oscuro, donde la esperanza se había fugado. No había nada. E irrumpió ella (aunque costó que irrumpiera; una convicción absurda me hizo atosigarla día y noche, especialmente las noches, hablándole, lanzándole preguntas que ignoraba, respondiendo a los tres días; pero yo insistía; insistía porque estaba seguro que era una de ellas). Y una madrugada de domingo, el cambio. Un órdago. Toda la mañana del lunes hablamos. Bueno, hablé; ella según la costumbre. Pero por la noche... Por la noche algo pasó. Pasó que fui correspondido, incrédulamente correspondido. Todo se volvió realidad.

Y le dije que me iba a Barcelona. El motivo no era ella en exclusiva, pero sí el que pesaba más. ¿A quién coño le importaba encontrar trabajo o la Indepèndencia? A mi solo me importaba sentir su piel, sus labios, esa vagina que intuía mágica. No veía otra cosa que mi vida con ella. Me advirtió que quizás no me gustase, que a veces era insoportable. Yo le repetía una y otra vez <<Y qué>>. Sabía que podría tolerarlo todo, que esas mañanas de domingo pasadas bajo las sábanas compensarían cualquier cosa, esas mañanas que solo dejaríamos atrás para comer, para cuando, hartos de habernos comido uno a otro, pidiésemos pizza a domicilio, saliendo ella desnuda de la cama una vez sonara el timbre para ir a pagarle al repartidor, poniéndose mi ropa, mi camisa de la noche del sábado que había dejado sobre su silla. Noches de sábados que pasaríamos en cines, toqueteándonos en la oscuridad, o en restaurantes, toqueteándonos bajo las mesas, mientras la veía comer como una gorda, como mi gorda. Y los días entre semana pasarlos abrazados, bajo una manta, haciendo como que mirábamos la tele, sintiéndonos por debajo, besándonos. Porque no pararía de besarla. Su boca suave y cálida. Y mirarla. Mirarla cada día, cada mañana cuando guapísima se fuese a trabajar, cada noche cuando, aún más guapa, sus párpados bajaran. Y besarla, en la mejilla, arropándola con la manta, dándole las buenas noches.
Porque me cuesta pensar qué será mi vida a partir de ahora, porque ya la había incluido en ella. Porque me imaginaba yendo fines de semana por ahí, perdiéndonos cuando se sacase el carnet. Me imaginaba yendo a Andorra, y a Perpignan, qué más daba. Me imaginaba yendo a mil viajes, a Lyon, a Turín, a esas dos ciudades mágicas, con ella. Escucharla mientras charlaba como una cotorra por las calles extranjeras con ese acento suyo que me encantaba. Y verla dormir cuando arribásemos cansados al hotel; pagaría por verla dormir.

Pero me lo perdí todo. Lo perdí todo. Lo aposté todo a la química y perdí; hacía falta más para una chica así. Me perdí verla sonreir. Me perdí verla llorar. Me perdí ver que me viera y nos entendiéramos sin más, sobrando como habían sobrado siempre las palabras. Me perdí comer helado junto a ella. Me perdí verla en la playa. Me perdí follarnos a lo bestia fundiendo nuestro aliento. Me perdí sus agobios, sus pesadillas, sus ilusiones y descalabros. Sus abrazos. Me perdí mirarla a los ojos. Me perdí verla crecer como persona. Me perdí verla embarazada (había de ser una embarazada preciosa). Me perdí ver cómo pasaban los meses, los años. Me perdí verla envejecer, ver cómo sus manos se arrugaban sobre las mías. Los baños juntos, las risas juntos, las peleas. Todo, me lo perdí.

No sé qué más decir. Menos no puedo decir. La cosa se resumiría con un simple Te quiero, pero ella quizás seguiría sin creerme. Espero que me crea al menos cuando digo que la querré siempre.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Layla es gilipollas

Siento posponer la segunda parte de la entrevista pero otras temáticas urgen con más apremio. Como Layla. Y su absurdo atractivo.

Ayer la vi, por primera vez. Tras haber estado pasando desde mi llegada, tras que todas las esperanzas estuvieran a punto de convertirse en nada, tras hacer de tripas corazón, ayer la vi, por primera vez.
El viernes hubo un amago de cita. Me lo propuso ella (hecho que le parecía poco menos que una afrenta); le di largas. Tal y como se había portado, teniéndome abandonado desde hacía casi una semana, debía devolvérsela.
Ayer, sábado, intuyendo que su ego vencería a su libido y esto se convertiría en un toma y daca, opté por adelantarme intentando sonsacarle qué planes tenía. Me contestó que estudiaría en la biblioteca hasta que la echaran.
Al acercarse la hora, o ya llegada más bien, me preguntó, solícita y altiva, que qué iba a hacer. Desde luego cualquier cosa menos ponérselo fácil... Estuve jugueteando con ella durante unos veinte minutos. Me dijo que me dejase de tonterías y no tardase, que me esperaba en la parada Ciudatella (21:25 h). Me fui a afeitarme, a mirarme hasta la saciedad en el espejo, a valorar que mi ropa era la adecuada, y entonces, solo entonces, a ir, tranquilamente...
A las 22:23 h., mi metro llegaba a Ciudatella/Vila Olímpica. Allí estaba, con sus apuntes abiertos, estudiando disimulada, con un jersey blanco y su melena castaña que caía en dirección al cuaderno. La vi a través de las ventanas del vagón. Se bajaron los demás pasajeros. Yo caminé pausado hacia ella, y me coloqué delante. Alzó la mirada al sentir que tenía alguien tan cerca. Me vio. Sonrió y quedó quieta. Le tomé la cara y le di dos besos. Era más fea de lo que imaginaba. Una nariz aguileña, cuya vertiginosa curva pasaba desapercibida en fotos por su perspectiva frontal, era quizás el cambio más señero. Para bien, un escote algo pronunciado evidenciaba que en la tasación de sus tetas las fotografías también habían sido inexactas. Con respecto a su culo anduve algo dubitativo hasta más adelante, ya que su reticencia al describirlo en nuestras conversaciones por whatsapps (nuestras temáticas, como advierten, eran de lo más variadas) me tenía en ascuas. Tras sopesarlo fríamente acordé que era un culo aceptable. Un culito. Era pequeño pero nada desdeñable, como atestiguarían mis manos hacia el final de nuestra velada.
Estuvimos dando vueltas por Barcelona sin más aliciente que el de la compañía del otro, porque digamos someramente que el clima no acompañaba.
Hasta que, hartos de hablar, decidimos descender al metro y cada cual a su casa. Fueron varios los momentos en que se puso a huevo el beso pero, inesperadamente, cuando acordé, ella me estaba dejando en mi parada. Me negué y dije que yo la acompañaba a la suya, en la misma estación. Así, nos fuimos encaminando, prorrogando el instante, hasta que ella, más ducha en los escondrijos de la ciudad, supongo que con toda la intención, me dijo de bajar en el ascensor. Seguí sus pasos. Marcó el botón. Se cerraron las compuertas y ella se colocó alejada. <<Ven aquí>>, dije nada más comenzar a bajar. Y sonriendo, sin tiempo intermedio, se acercó. Se pegaron nuestros labios. Dirigí mis manos a sus caderas, descendiendo hacia su culo. Ella rodeó con sus brazos mi cuello. Sin parar. Intentando frotarse con mi polla (esta reiterada acción me hizo ver que sus ganas eran infinitamente superiores a las mías pero que la moral pacata seguía pesando aún hoy como para que de no haberme tirado yo al charco nos hubiésemos despedido con un mero hasta luego). La puerta se abrió. Un treinteañero, bajito y medio calvo, con una vieja -su madre, supongo-, sonreía al ver, ciertamente incómodo, la representación del tópico en el ascensor. Bajamos. Le pellizqué el culo al hacerlo, casi metiéndole el dedo. <<¿Qué haces?>>. <<Lo que me dejas...>>. Con el rabo en pleno desatino marcando el pantalón, buscaba aturdido un sitio donde poder recluirnos para seguir besándonos. Total, ya puestos... No obstante, se me adelantó, sentándose en un banco. Totalmente pegados. 5:36 minutos faltaban para que el metro arribara, señaló el marcador. Estábamos perdiendo el tiempo. Me acerqué para besarla. <<Aquí no>>. <<¿Por qué no?>>. <<Porque hay mucha gente>>. Me conformé con morderle el dedo con el que se rozaba la cara. Me quité el abrigo para taparme la erección que forcejeaba con la textura rígida del vaquero. No sabía adónde mirar, solo pensaba en seguir besándola. Ella parecía cómoda. Yo, a falta de pan, comencé a pellizcarle el culo. <<¿Qué haces?>>. <<¡Lo que quiera!>>.
El metro no tardaría en llegar. Se levantó. Intuyendo que el frenesí besucón había concluido al salir del ascensor, permanecí sentado. Ella se quedó parada. <<¿No me despides?>>. Me incorporé y le di dos últimos morreos. Se alejó corriendo y sin mirar atrás. Yo, consciente de que mi polla estaba expuesta a cualquiera que reparase en mi persona, intenté ocultarla tras el abrigo. Y así me fui a mi parada. Y así acabó el día.

Hoy no he tenido noticias de ella. Mi propuesta de volver a quedar fue revocada por la justificada respuesta de <<He quedado con mi padre y luego para estudiar>>; los intentos de conversación, aplacados con monosílabos. Acabo de preguntarle si le pasa algo y, tras una hora, me contesta sorprendida que no.
Y a mí, a estas alturas, me surge un interrogante: Viendo cómo se rozaba ayer, cómo acabó la cosa -propicia para continuarse-, cómo podíamos haber pasado la tarde follando sobre la cama en la que he estado todo el día solo, ¿a qué coño se debía la espantada? ¿Hice yo algo mal, o es que las tías simplemente eran gilipollas?

martes, 17 de noviembre de 2015

Día 1 en los Països Catalans

En verdad es el día 2, pero ya he confesado que persigo la máxima de escribir cuando me sale de los mismísimos huevos.
Para ser sinceros, es día 1 y medio, porque cuando llegué había anochecido. Sea lo que fuere, aquí estoy.

Soportadas 10 horas de viaje, más que las cuales pesó la presencia de un par de cotorras que, expertas en la mayoría de los temas -o que al menos se hacían oír como si lo fueran-, se agarraban con tesón al eslogan <<mejor muerta que en silencio>>.
Como les digo, llegué sobre las 20 h., montándome en el metro que me llevaba al piso desde la estación de Sants. La primera en la frente llegó por megafonía, donde tras anunciar el mensaje primero en catalán y luego en inglés -lengua internacional por antonomasia- vino en tercer lugar, último lugar, en lenguaje castellano: Marcando territorio.
La segunda no fue más que la confirmación de un tópico: El carácter austero de los catalanes. Las escaleras mecánicas de la estación tenían dos velocidades, para cuando estaban en uso y para cuando no -ralentizándose, casi estáticas, en este último caso-.

En lo que se refiere a mi alojamiento, nada señero que resaltar. He pasado un frío del carajo esta noche, pero habituado al clima sureño, es lo que tocaba, además, reiterándose el racanismo acabado de exponer, el Todo Incluido en los gastos del piso que apalabré con el dueño se ha esfumado ipso facto cuando he manifestado mi deseo de poner la calefacción.

Madrugué para ir a repartir currículums (mi preludio de prostitución) y agotado de andar, de ver esteladas por los balcones (me parece más ridículo cuando veo las banderas de España, todo hay que decirlo) no tardé en regresar al piso, mi piso glacial, donde he tenido más tiempo puesto el abrigo que en la propia calle.

Acaba de llegar ahora mi casero, y la simpatía que ayer desbordaba el cabrón cuando le solté a tocateja los 500 euros (en negro, haciendo Patria) se ha evaporado por completo. Vamos a ver en lo que queda la cosa.

Por cierto, sin noticias de Layla.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Yo soy yo sumergiéndome en las putas circunstancias

Difiero intensamente de la teoría de Ortega, ya que si en algún momento uno es consciente de su individualidad, de sí mismo, lo es conforme más expuesto se encuentre a las mencionadas putas circunstancias.
Si algún día optan por tomar en su vida veredas filosóficas, miren hacia el Este. No hay validez en Occidente; paparruchadas, falacias intelectualoides; mucha teoría y poca praxis.
No obstante, no estoy aquí para adentrarme en tan hondas cavidades. El título de esta entrada viene a hacer referencia a que, aunque no configuren propiamente mi persona -mis circunstancias, digo-, haberlas, haylas.

Llegado al cuarto de siglo, bien meditado el asunto, resolví que la vida no podía reducirse a lo que yo hasta entonces estaba viviendo. Así, en el verano de 2015, pasado un año a todas luces fatídico, procedí a emprender un tanteo de ruptura, perdiéndome durante un mes por diferentes países de Europa.
La desconexión, quedó patente, fue efímera, pues nada más bajar del avión me esperaba allí con los brazos abiertos la pregunta que con ese viaje intenté ingenuamente esquivar: "¿Qué cojones hacer con mi vida?".
El interrogante ya había sido pospuesto por dos años, tras los cuales, tocadas un par de vertientes, valoradas todas las posibilidades, seguía en el mismo sitio que en el 2013 cuando finalicé una licenciatura sin más valía que la que -hablando de pragmatismo- poseía nominalmente.
Se me planteaba entonces seguir topetándome contra el Muro (hacer un máster, vaciando mis bolsillos y engordando los de alguno, para después de un año tornar a lo mismo -eso sí, con un nuevo título en mi currículum, ahí es nada-; u opositar, despilfarrar mi tiempo por un puesto rutinario y mísero que, en el caso de conseguirlo, me permitiese almacenar los suficientes fondos para conocer a una chica, convencerme de que era la verdadera, follármela cuando ella gustase, aguantarla mientras tanto, comprar una casa, casarme y tener hijos) o continuar mirándolo, quieto, advirtiendo con cara de asco y escepticismo que todos aquellos que se pegaban cabezazos contra él estaban más que equivocados (en resumidas cuentas, la desagradecida ocupación que venía ejerciendo de aquí a un par de años).
¿Qué hacer, por tanto? No quería adentrarme en ese camino que intuía amargo, erróneo; tampoco podía seguir parado...

Opté por lanzarme campo a través. Huir hacia delante. Correr despavorido, como un demente. A estos años no estaba seguro de lo que quería, pero sí lo estaba, por completo, de lo que no quería.
Escapar, de acuerdo. ¿Adónde?

Digamos que la situación se fue configurando por sí sola. Recluido durante toda mi existencia en un minúsculo y retrógrado pueblo que no cambiaba, y no tenía intención de hacerlo, el destino quedaba más o menos claro: Una gran ciudad. Valoré durante un tiempo la emigración al extranjero, a la antigua usanza, sin trabajo, sin becas, llegar con una mano detrás y otra delante, como nuestros ancestros, y hartarme de fregar cacerolas (kitchen porter es ahora el término) por un raquítico sueldo. ¡Un saludo a nuestro Gobierno!
No tardé en descartar tal rumbo. No exclusivamente por eso, pesó en mi decisión sobremanera el clima. Me bastó un vistazo a una web meteorológica que me facilitó las temperaturas medias en los meses que se avecinaban para preguntarme a mí mismo dónde coño iba. Mis ansias de salir no se equiparaban al padecimiento de tamañas penurias.

Quedaron Madrid y Barcelona. La ocasión la pintan calva, dijeron, y apareció Romeva. El proceso independentista se volvía plausible por un ímpetu al que la ineficacia de un Partido no sabía reaccionar. Y las elecciones lo sirvieron en bandeja. Los adalides de la Independència, metidos en el barro hasta las cachas, decidieron que era tarde para recular, aprovechando el resquicio que dejaron las urnas. Entraron en terreno. Fijaron el acelerador, cerraron los ojos, se taparon los oídos; y en esas estamos. Sin posibilidad de retroceso.
Tras valorarlo, ante la ocasión de que este fuera verdaderamente un momento histórico, uno de esos a los que se les dedica un párrafo en enciclopedias y en manuales coordinados por vejestorios en departamentos de facultades, no tardé en determinarlo. Tampoco es que hubiera otra cosa mejor que hacer.
Pero, cándidos lectores, no crean que solo este pretexto, ínfimo en comparación, fue el motor que dispuso mi marcha a estos nuevos territorios... Layla y sus tangas también tuvieron su peso.




lunes, 9 de noviembre de 2015

Declaración de Independencia

Pistoletazo de salida. Los caballos se preparan, bufan, rasgan la arena con sus herraduras. La gente se agarra a sus asientos, estirazando el cuello, abriendo bien los ojos. Los jinetes, demasiado inmersos como para analizar nada, se dejan llevar por el instinto, por la inercia. Se abren las compuertas. Comienza la carrera.

Día señero. Posibilidad de Historia. No hay fuente de información que hoy, 9 de noviembre, prescinda de la palabra Cataluña. Bueno, ya estamos a 10. Arguyamos en defensa de mi pereza que el análisis ha de ser a posteriori. En cualquier caso, mientras el Consejo de Estado, convocado con urgencia, realiza un informe que el Parlament se pasará por el arco, y a pocas horas de la sesión de investidura en la que, o bien la CUP se bajará los pantalones autojustificándose con un "Tot per la pàtria", o bien el señor Mas se verá relegado a un ostracismo político del que jamás saldrá, yo doy inicio a mi crónica.

No lo he pensado dos veces. En cuanto oí la noticia, saqué un billete de tren. El lunes que viene estaré camino de Barcelona. La acción debe vivirse desde dentro. Quiero mirar con descrédito los folletos propagandísticos que me sean entregados por idólatras exaltados que corean INDEPENDÈNCIA. Quiero conocer si son conscientes de la complejidad del término. Quiero atender las razones, si las tienen, que esgrimen unos y otros. Quiero saber si tras toda la parafernalia, además de rebaño, hay cabezas con cerebro. Quiero ser testigo de un proceso que, al fin y al cabo, me la suda por completo. Tengo que irme a Barcelona, es lo único que sé. ¿Y por qué? Por varias razones. La principal es que puedo. La fundamental, que debo.