domingo, 6 de diciembre de 2015

Child of God




Fue (para llevar la contraria, como siempre) la película lo que me llevó al libro. Llevaba un tiempo siguiendo a James Franco, el típico guapito mimado por la industria que a nivel interpretativo, y a pesar de su juventud, ya lo había hecho todo: Encarnado con sobrada solvencia a James Dean. Codearse en pantalla con De Niro -comiéndoselo, encima-. Participado (luciéndose, de igual modo) en la superproducción que daría el pistoletazo de salida a toda la avalancha de adaptaciones cinematográficas de superhéroes del cómic -señero índice del éxito-. Actuado bajo las órdenes de tótems contemporáneos del séptimo arte norteamericano como Paul Haggis o Gus Van Sant -dando con este último una notable contrapartida a un Sean Penn ganador del Oscar-. (Nominación que él obtendría bajo las órdenes del director británico con el que, por su último -y no único- pelotazo, todos querían trabajar). También tuvo parte en sus correspondientes bodrios con los que procedería a llenarse los bolsillos (véase Noche loca; Come, reza, ama...). Estaba, pues, en la cima. ¿Qué le quedaba?

No fue puesto en mi camino, sin embargo, por lo mencionado (filmografía que cualquier guaperas sin más inquietudes que la de ser reconocido por hacer películas medianamente pasables pudiera soñar). Apareció en mi vida tras ver Howl, la adaptación del poema de Ginsberg. Películón, por si no la han visto.
Pasado un tiempo, llegó a mí que ese chico también dirigía, y que uno de sus proyectos era la adaptación de la vida de otro poeta, Hart Crane. Los focos de mi atención se cernieron entonces sin consideración alguna sobre su agradable figura.
Investigué un poco y me enteré de que durante toda la vorágine de éxitos arriba reseñados, el chico había estado matriculado en Filología Inglesa por la UCLA, realizando acto seguido un posgrado de Literatura en Columbia y doctorándose en Filología por Yale. Tócate los huevos. Mientras cualquier hijo de vecino se hubiese atracado con las mieles que le concedían semejantes triunfos (entiéndase coños, coches, mansiones, drogas, fiestas a todo trapo...) este chaval se había estado titulando en las universidades más reputadas del continente americano. Permítanme que me repita: Tócate los huevos.
Y con una nueva superproducción, Spring Breakers, él mismo -sí, él mismo- postulaba su merecimiento al Oscar. Cada vez me caía mejor este tío. De la película decir que, pese al ensañamiento de más de un crítico, su fotografía es exquisita y, salvando lo burdo y chabacano del enfoque en su papel (exculpémoslo, es el mal gusto de nuestros tiempos que lo exige por conceder realismo), cualquiera con unas mínimas nociones de mitología griega y Dionisos, puede poco menos que aplaudirlo.

Bien, pues tras todo ello, vino su verdadero debut -para mí- en la dirección. Ya consolidado. Ya "maduro". Formado y conformado en el aspecto literario, se decidió a llevar al cine un clásico contemporáneo: Child of God. He de confesar que hasta el momento no sabía de la novela. Conocía a Cormac McCarthy, por supuesto, pero no tenía conocimiento de esta obra en cuestión, por ello digo que fue la película la que me llevó al libro. Erróneamente, y como casi todo el mundo hace, procedí a leer el libro previo al visionado de la película. Ignoro por qué sigo haciéndolo, pues una de mis mejores experiencias con respecto a la literatura fue cuando después de haber visto De ratones y hombres (Gary Sinise, 1992; otro actor que se ponía tras las cámaras), leí el libro de John Steinbeck. Ambos se dieron como se dan las mejores cosas, de manera inintencionada. Una tarde de estas que transitaban entre el apocamiento y el hastío, zapeando, una película comenzaba en Metro Goldwyn Mayer. Sin nada mejor que hacer, me puse a verla. Poco hay que decir... El que no la haya visto, tarda en hacerlo. John Malkovich, aquí, simplemente se sale -de nuevo-. Actuación soberbia. Y el trasfondo y argumento de la historia magnífico, tierno, doloroso, entrañable.
No tardaría en olvidar, no obstante, el título de la película, aunque, siendo sinceros, no sé si llegué a conocerlo en algún momento. Vi la película, me emocioné, y, en ese escondrijo en que quedan resguardadas las sensaciones intensas, creí dejarla atrás.
Un verano, mucho después, me dio por meterle mano a una colección de pequeñas novelas que en su día iban adjuntas a la publicación semanal de un periódico, de las cuales mi familia había hecho en su día acopio, poseyendo la serie entera. Comencé por Cela, al que siguieron Greene, Hemingway, Highsmith y, un día, tocó Steinbeck. Me atraía ese título "De ratones y hombres". Comencé a leerlo. Comenzó mi mente a reconocer algo sin yo ser apenas consciente, sin sobresaltos. Y su riqueza me fue embargando, me fue asombrando, encantando... Hasta que terminé por saberlo... En resumen, una de las mejores experiencias de mi vida (junto a la felación que me hizo una prostituta rumana y mi primera ingesta de hongos alucinógenos). No sé por qué no he vuelto a hacerlo y siempre leo el libro antes de ver la película, hecho que, como es lógico, termina por decepcionar.

Tal ha sido el caso con Child of God.
En el inicio de la película, el protagonista, Lester Ballard, se dispone, culo al aire, a soltar un mojón como preludio-metáfora de lo que a continuación, y a lo largo de 104 minutos, hará el director.
Vaya por delante que me esperaba a Tim Blake Nelson como protagonista. Había oido su participación en la película y deduje que sería en el papel de Lester; por lo que al ver a Scott Haze, la primera en la frente. No estoy juzgando, para nada, el papelazo que se marca este último, que lo hace, solo que leyendo la novela -voluntaria o involuntariamente- mi imaginación le había adjudicado al personaje principal el físico del otro. Además, Tim Blake Nelson tiene un rostro más presto a la demencia. Scott Haze no desagrada a la vista, resulta incluso atractivo. No me vale.
Ligado con la vesania de Lester está también el enfoque que se le da. No sé si ha sido voluntad del director o intuición de Scott Haze, encaminándolo de ese modo, lo cierto es que la locura del protagonista de la novela y del de la película difieren ostensiblemente. El Lester de Cormac McCarthy es un loco comedido, hiératico, reconcomiéndose en sus adentros pero físicamente impasible, independedientemente de sus gruñidos e insultos. El Lester de Scott Haze es un tarambana con ramalazos esquizofrénicos, un subnormal, la consecuencia del niño travieso e hiperactivo que ha crecido en mitad del desamparo. Ejemplo de esto es el plomillazo que le mete de buenas a primeras a la vaca.
El otro gran defecto de la película, en mi opinión, es la calidad de la imagen, la fotografía, cubriendo Franco su película con esa pátina tétrica propia del patético cine con el que Antena 3 nos agasaja en las sobremesas de fines de semana y fiestas de guardar. Si algo destaca entre los grandes autores literarios, a los cuales Cormac McCarthy pertenece, es el poder de las imágenes que narran, esperándome yo en su adaptación, iluso, una proporcionalidad.
Recalcaría también que la película carece del primitivismo que desborda la novela.

Obligado es el comentario acerca del director como justiciero final. Al verlo arropando al protagonista con la cámara desenfocada arqueé una redentora sonrisa de orgullo y regocijo, olvidando todo lo anterior, por su modesta aparición a lo Hitchcock; pero no tardó en asomar el ego hollywoodiense (el mismo que lo ha llevado en un nuevo proyecto -la adaptación de El ruido y la furia- a meterse en el papel de Benjy, cuando el de Jason le viene que ni pintado) para enfocarse en un plano frontal advirtiendo al protagonista, cual Némesis, de que es dueño de su destino.

Es justo señalar que tampoco es que sea horrenda, pues partes como la cita con la novia cadáver (nunca mejor dicho) y el casquete y confesiones de amor ante la atenta mirada de los peluches, valen muy mucho la pena. Es solo que no le hace justicia a la novela, no está a la altura.

En cualquier caso, aguardaremos a la próxima...

pd: Fascinante resulta la vela que se le cae al colega cuando se encuentra, en pleno éxtasis de su demencia, ajusticiando a sus dos peluches. ¡Qué densidad blanquecina! Es apabullante el troncho que llega a asomar. No hay nariz para tanta mucosa...

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